miércoles, agosto 21, 2002

LA ENCRUCIJADA DEL BOSQUE

Paseaba por el bosque. No creía en duendes, hadas, ninfas ni cosas así, a pesar de ello siempre miraba debajo de las setas, observaba los huecos de los árboles. Esperaba, o incluso quizás temía, que algo o alguien saliera de allí. Recordaba los cuentos que su madre le contaba de niña. Volver al bosque era volver a su infancia, aunque se había criado en una gran ciudad. Pero este bosque era nuevo y quizás por ello le asustaba. “Lo desconocido asusta” decía su madre. Siempre estuvo de acuerdo con ella. Mas no sólo lo desconocido, sino también lo nuevo, lo diferente, lo impensable. Creía que la locura de uno puede ser, a la vez, la cordura de otro. Pero estaba sola en ese mundo, en el que eso era posible, en definitiva, en su mundo. Era ingenua, no lo negaba. Confiaba en la bondad de las personas cuando no dejaban de demostrarle que era la maldad lo natural en el ser humano civilizado. La gente disfrutaba con el sufrimiento de otros, ella sufría con y por ellos.

Había llegado a un claro. Un pequeño riachuelo atravesaba el lugar. Piedras de todos los tamaños formaban el cauce. El agua chocaba fieramente contra algunas, intentando apartarlas de su camino. Otras veces lamía su superficie con un gesto mimoso, juguetón. Ella se sentó en una de las más grandes, mirando, viendo, observando como fluía la vida. Porque, al fin y al cabo, el agua era vida. Nada permanece igual, todo cambiaba en cuestión de décimas, de milésimas de segundo. Ella sentía que su vida era así. Nunca se repetía nada. No había tiempo para la costumbre, para la rutina. Todo era siempre distinto y eso le asustaba. Le ahogaba, le hacía estremecerse. “Todo cambio es bueno” oía decir, ¡mentira! Si sólo pudiera no estar tan asustada, si consiguiera vencer el miedo. Si pudiera retener un momento. Vivir su vida sin el temor de que todo pudiera desaparecer, desvanecerse como un sueño. Si el sueño nunca se convirtiera en pesadilla.
Se levantó y siguió caminando, a fin de cuentas era lo que siempre hacía. Sin rumbo, sin dirección, sin guía. Sin una mano amiga que la guiara. Ella misma era un bosque, una desconocida. ¡Cómo ansiaba que alguien se tomara la molestia de recorrerla, de medirla, de conocerla! Pero nunca nadie había caminado sus sendas, contemplado sus árboles, cruzado sus ríos. Ni siquiera ella. Se había forjado un mapa, una imagen de lo que era y de lo que los demás querían que fuera. Otro engaño. “No quiero mentir”, pensaba. No quería seguir fingiendo que era lo que no era. Pero estaba perdida en lo más profundo del bosque, de su bosque, del de ellos, y no sabía cómo salir de él.

Un duende, su conciencia, se apareció frente a ella. “¿Qué haces aquí? ¿Dónde vas?. Preguntas sin respuesta. Cuestiones a las que no podía replicar. “¿Por qué tus ojos están secos cuando tu alma, tu interior, llora? ¿Por qué no pides ayuda, por qué no gritas?”. No quiso hacer caso a la visión. La borró de un plumazo, la desechó de su vida de su mente, de su existencia. Pero no sabía si era lo correcto, ¿Cómo saberlo cuando ya has perdido el norte? Lo único que quería era encontrar el camino de vuelta a casa, de vuelta a la normalidad. ¿De vuelta a la uniformidad? Sin embargo ¿acaso no era eso otra mentira, otra ficción?

Reconocer la diferencia no es fácil. Asumirla aún menos. Hacerlo sola…, asusta. El camino se bifurcaba. Se detuvo. ¿Qué hacer? Una senda le devolvía al hogar, a la tranquilidad de la mentira que siempre había vivido. La otra se adentraba en lo desconocido. Se sentó donde ambas veredas se separaban. Sabía que esta vez la solución no iba a venir a ella. Debía pensar, tranquilizarse, decidir. El mundo se derrumbaba, caía a su alrededor. Todo aquello en lo que siempre había creído dejaba de ser una certeza. Todo era cuestionable. Intentó recordar algo que hubiese aprendido a lo largo de los años, algo que la ayudase. No pudo. Nada podía servir de ayuda, sólo ella. Entonces se fijó en un detalle. El camino de vuelta al hogar era recto, el otro, el desconocido, estaba lleno de curvas, recovecos, giros. Y recordó al principito de Saint-Exupéry, “Derecho, siempre delante de uno, no se puede ir muy lejos”. Si volvía a la normalidad, a la uniformidad, si trataba de convertirse en algo que no era, tarde o temprano se encontraría en el mismo lugar, en el mismo punto, en la misma disyuntiva. Al fin y al cabo era distinta, diferente a los demás y nunca encajaría. Lo sabía bien. Era una desconocida, como el camino que debía, que sabía que debía coger. Esa certeza invadió su mente y tomó conciencia, por primera vez, de quién era, de lo que realmente era. Se asustó. Continuó sentada, respirando aceleradamente. Miraba alternativamente, con ojos temerosos, a los dos senderos. Debía tomar una decisión, estaba oscureciendo, se hacía tarde. Se puso en pie, respiró profundamente y cerró los ojos. Echó a andar.

1999