SEGUNDA PARTE
El leñador salió de la casa y siguió su camino. Había cumplido su misión y dejaba atrás otra lucha a muerte. No quiso echar un último vistazo hacia el salón en el que había dejado a una dulce ancianita, una dulce niña y un malvado lobo, que ya no respiraba. Pensó que nada podría salir mal ahora que el peligro estaba tendido en una mullida alfombra.
La niña miraba aquel pellejo gris mientras se escondía en los brazos de su abuela. Había querido abrazar al leñador, agradecerle lo que había hecho. Pero el miedo había pegado sus pequeños zapatos al suelo de la cabaña. Aún seguían pegados. Mientras, su abuelita le acariciaba cariñosamente el pelo mientras repetía, con voz cada vez más cansada, que ya había pasado todo.
Rompieron el mágico hechizo del abrazo. Sacaron el cuerpo inane de la casa. Y esperaron que el mundo recuperara la normalidad. La niña no quiso sacar la tarta, ni la miel, ni las flores. No quería, o no podía hacer nada. Tan solo mirar la mancha roja que hacía juego con su vestido. La abuela decidió mandarla a casa. Ya no había lobo. Ya no había nada que temer.
Un efímero beso juntó las mejillas de las dos edades. Y la niña no pudo evitar pensar que, quizás, ésa era la última vez. Luego emprendió el regreso a casa. A la seguridad del hogar. Mientras caminaba, intentaba mirar el camino como algo nuevo, como parecían verlo los demás.
Pero algo se lo impedía. Faltaba algo y, en cierta forma, lo echaba de falta. Al menos antes sabía a qué debía tenerle miedo. El leñador, con su hacha y su buena intención, había destrozado el delicado equilibrio en el que flotaba. Había hecho desaparecer el peligro, pero no el miedo. Éste, si cabe, era ahora mayor.
Porque ahora no tenía forma, ni nombre, ni color. Ahora no podía unirse a nada. Ni podía descartarse a nada.
El leñador había acabado con el lobo, y con las leyendas asociadas a él. Pero había dejado vivos al resto de fantasmas que rondaban el bosque. Y seguía habiendo lobos, la niña lo sabía. Aunque desconocía dónde se escondían, de dónde saldrían la próxima vez.
Recordó que debía estarle agradecida al leñador, que debía haberle dado las gracias. Y le odió por ello. Por acabar con sus esquemas. Por destrozar el equilibrio sin preocuparse de construir otro. Por no mirar atrás cuando dejó la casa. Y deseó que el lobo hubiera ganado aquel combate. Que hubiera acabado con todos. Así al menos, en el estómago del lobo, no habría estado sola.
La niña miraba aquel pellejo gris mientras se escondía en los brazos de su abuela. Había querido abrazar al leñador, agradecerle lo que había hecho. Pero el miedo había pegado sus pequeños zapatos al suelo de la cabaña. Aún seguían pegados. Mientras, su abuelita le acariciaba cariñosamente el pelo mientras repetía, con voz cada vez más cansada, que ya había pasado todo.
Rompieron el mágico hechizo del abrazo. Sacaron el cuerpo inane de la casa. Y esperaron que el mundo recuperara la normalidad. La niña no quiso sacar la tarta, ni la miel, ni las flores. No quería, o no podía hacer nada. Tan solo mirar la mancha roja que hacía juego con su vestido. La abuela decidió mandarla a casa. Ya no había lobo. Ya no había nada que temer.
Un efímero beso juntó las mejillas de las dos edades. Y la niña no pudo evitar pensar que, quizás, ésa era la última vez. Luego emprendió el regreso a casa. A la seguridad del hogar. Mientras caminaba, intentaba mirar el camino como algo nuevo, como parecían verlo los demás.
Pero algo se lo impedía. Faltaba algo y, en cierta forma, lo echaba de falta. Al menos antes sabía a qué debía tenerle miedo. El leñador, con su hacha y su buena intención, había destrozado el delicado equilibrio en el que flotaba. Había hecho desaparecer el peligro, pero no el miedo. Éste, si cabe, era ahora mayor.
Porque ahora no tenía forma, ni nombre, ni color. Ahora no podía unirse a nada. Ni podía descartarse a nada.
El leñador había acabado con el lobo, y con las leyendas asociadas a él. Pero había dejado vivos al resto de fantasmas que rondaban el bosque. Y seguía habiendo lobos, la niña lo sabía. Aunque desconocía dónde se escondían, de dónde saldrían la próxima vez.
Recordó que debía estarle agradecida al leñador, que debía haberle dado las gracias. Y le odió por ello. Por acabar con sus esquemas. Por destrozar el equilibrio sin preocuparse de construir otro. Por no mirar atrás cuando dejó la casa. Y deseó que el lobo hubiera ganado aquel combate. Que hubiera acabado con todos. Así al menos, en el estómago del lobo, no habría estado sola.
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