PALABRAS
Y las palabras salieron del libro. Después de años de usos y abusos, habían encontrado la forma de hacerse reales. Y, de un pequeño saltito, consiguieron escapar de las rejas del papel. De la cárcel de las tapas de cuero y piel.
Todas salieron al mismo tiempo, creando un caos imaginario en la pequeña mesa del escritor. Las hojas que antes las contenían, estaban ahora vacías. Y el volumen, ya no tenía nombre. Miles de palabras, millones de letras repetidas una y otra vez, decidieron pasearse por la habitación. Viendo por primera vez aquello a lo que, sin saber por qué, daban nombre.
La última en saltar miraba asustada a todas partes, intentando apaciguar un ánimo demasiado exaltado. pero no sabía como acallar el zumbido insolente que el baile de palabras estaba creando. Un ronroneo al principio inapreciable que, poco a poco, estaba acallando el resto de sonidos del exterior.
Las palabras caminaban juntas, se subían las unas a las otras, intentaban descubrir un mundo que se había quedado sin nombre. En el que, ahora, todo era caos. Intentaban organizarse con algún sentido, comunicarse unas con otras. Pero sólo sabían qué eran ellas. No entendían que querían decir las mismas letras que las formaban, en otro orden.
Y “silla” no era capaz de encontrar aquello a lo que nombraba. Como si al salir del libro, hubieran dejado de existir. Como si su significado ya no valiera nada. Todas estaban perdidas en un mundo demasiado grande. Poco a poco se fueron juntando aquellas que eran iguales entre sí. Separadas unas de otras. Con un muro de recelo entre cada grupo. Ninguna se atrevía a romper el orden. Tras el primer deseo de aventura, había llegado el miedo a lo desconocido. Y ya se sabe que, cuando no se le puede poner nombre, el miedo es siempre mayor.
Fue entonces cuando el escritor, viejo, canoso, entró temblando en el despacho. Miles de palabras, millones de letras, se mostraron ante él con una consistencia desconocida. Todas las palabras que durante años había utilizado, incluso aquellas cuya existencia ignoraba, estaban ante él. Podía tocarlas, jugar con ellas. Colocarlas formando frases para ver su efecto antes de apresarlas entre la celulosa y la tinta.
Miró la estantería y pudo ver que aquel libro al que solía llamar “diccionario”, yacía inerte sobre una balda. Sus hojas estaban en blanco, el color de las tapas sólo se veía interrumpido por el oro del ribete. ya no tenía nombre, ya no era útil. Y él no recordaba cómo se llamaba aquel libro. Ni siquiera podía saber qué era. Su mente estaba tan vacía como aquellos folios. Las palabras también habían escapado de él, y poco a poco iban llenando aquella habitación.
Sin saber por qué, ni qué hacía, cerró los ojos y se echó a llorar. Bajo una lluvia salada, las palabras, poco a poco, regresaron cabizbajas a su última morada. Sabían que, fuera de la seguridad de aquella cárcel, eran sustituibles. Fuera de los libros no eran nada.
Todas salieron al mismo tiempo, creando un caos imaginario en la pequeña mesa del escritor. Las hojas que antes las contenían, estaban ahora vacías. Y el volumen, ya no tenía nombre. Miles de palabras, millones de letras repetidas una y otra vez, decidieron pasearse por la habitación. Viendo por primera vez aquello a lo que, sin saber por qué, daban nombre.
La última en saltar miraba asustada a todas partes, intentando apaciguar un ánimo demasiado exaltado. pero no sabía como acallar el zumbido insolente que el baile de palabras estaba creando. Un ronroneo al principio inapreciable que, poco a poco, estaba acallando el resto de sonidos del exterior.
Las palabras caminaban juntas, se subían las unas a las otras, intentaban descubrir un mundo que se había quedado sin nombre. En el que, ahora, todo era caos. Intentaban organizarse con algún sentido, comunicarse unas con otras. Pero sólo sabían qué eran ellas. No entendían que querían decir las mismas letras que las formaban, en otro orden.
Y “silla” no era capaz de encontrar aquello a lo que nombraba. Como si al salir del libro, hubieran dejado de existir. Como si su significado ya no valiera nada. Todas estaban perdidas en un mundo demasiado grande. Poco a poco se fueron juntando aquellas que eran iguales entre sí. Separadas unas de otras. Con un muro de recelo entre cada grupo. Ninguna se atrevía a romper el orden. Tras el primer deseo de aventura, había llegado el miedo a lo desconocido. Y ya se sabe que, cuando no se le puede poner nombre, el miedo es siempre mayor.
Fue entonces cuando el escritor, viejo, canoso, entró temblando en el despacho. Miles de palabras, millones de letras, se mostraron ante él con una consistencia desconocida. Todas las palabras que durante años había utilizado, incluso aquellas cuya existencia ignoraba, estaban ante él. Podía tocarlas, jugar con ellas. Colocarlas formando frases para ver su efecto antes de apresarlas entre la celulosa y la tinta.
Miró la estantería y pudo ver que aquel libro al que solía llamar “diccionario”, yacía inerte sobre una balda. Sus hojas estaban en blanco, el color de las tapas sólo se veía interrumpido por el oro del ribete. ya no tenía nombre, ya no era útil. Y él no recordaba cómo se llamaba aquel libro. Ni siquiera podía saber qué era. Su mente estaba tan vacía como aquellos folios. Las palabras también habían escapado de él, y poco a poco iban llenando aquella habitación.
Sin saber por qué, ni qué hacía, cerró los ojos y se echó a llorar. Bajo una lluvia salada, las palabras, poco a poco, regresaron cabizbajas a su última morada. Sabían que, fuera de la seguridad de aquella cárcel, eran sustituibles. Fuera de los libros no eran nada.